
Nuestra caminata cuaresmal fue también la caminata de Jesús, que le acabó llevando a Jerusalén, donde dejaría la vida por nosotros.
Jesús, lo vamos a ver hoy, sube al momento sus miedos y se los presenta al Padre. En su camino por las aldeas de Galilea, a medida que se iba acercando a Jerusalén, la ciudad que mata a los profetas, encontró muchas resistencias y oposiciones. Sus adversarios eran poderosos y tenían tanto poder que estaba en su mano decidir sobre su vida y amenazarlo de muerte.
Jesús era plenamente consciente de estos riesgos. Y le fue entrando el miedo. La Transfiguración arriba de la montaña del Tabor, ocurre justo después de que les anunciara por primera vez a sus discípulos su Pasión. Estas advertencias del Maestro, que los discípulos no entendían qué significaban, fueron sin duda también el particular camino cuaresmal hacia la Pascua de Pedro y los demás del grupo.
Hoy Jesús sube al monte porque necesita estar con su Padre para abrirle su corazón lleno de miedo por todo lo que se le viene encima. Y se hace acompañar de Pedro, Santiago y Juan a quienes los quiere de testigos de lo que va a acontecer.
Tradicionalmente este pasaje de la Transfiguración se ve como una contemplación anticipada de la victoria de Jesús, que cuando resucite al tercer día, dejará vencida la muerte. La escena tiene la pretensión de animar y sostener en la esperanza la débil fe de los tres que subieron al Tabor con él.
A parte de esta clásica manera de ver y entender este texto, podemos dejar que vuele nuestra imaginación y contemplar a Jesús arrodillado, en profundo recogimiento, diciéndole a su Padre: “oye, Abba, tengo miedo, mucho miedo. Ante tanta adversidad y peligro me siento tan débil como estos que me siguen. Mira mi miedo. No te pido que me lo quites, sólo que me des fuerza para sobrellevarlo y seguir mi camino hasta el final y no caer en la tentación de volverme atrás.
Allí están Moisés y Elías, que representan la Ley y los profetas. Con su presencia en lo alto de la montaña el Padre parece decirle a Jesús: “ciertamente va a ocurrir lo que temes que ocurra, pero no temas, yo estoy contigo. Tú eres mi hijo amado en quien yo me complazco. Y es a ti a quien todos tienen que escuchar y seguir para que este mundo vaya por buen camino. Y para que todo el mundo te escuche y siga debes consumar lo que has venido a hacer.”
Nosotros, como Jesús, o él como nosotros, por el camino de la vida cargamos nuestros miedos, que no son pocos ni pequeños. Subamos con ellos a la montaña, ese lugar, aparentemente apacible, en el que Dios se hace más cercano y digámosle lo mismo que imaginamos le pudo decir Jesús sobre su miedo bien humano. Y en esa altura contemplemos el resplandor de su figura, a quien debemos escuchar y seguir porque es el Hijo amado del Padre en quien Él se complace.
A los cristianos de hoy nos da miedo, como en aquel día sintieron Pedro, Santiago y Juan, escuchar a Jesús y aún más miedo nos da seguirlo. Pero es a él, y a nadie más, a quien debemos escuchar y cuyos pasos debemos rastrear. No nos dejemos llevar de otras voces por muy celestiales que parezcan. Si no coinciden con la Palabra del Galileo no nos servirán de mucho.
Escuchar sólo a Jesús es dejarle ocupar el centro de nuestra vida. No necesitamos otras voces. Él mismo nos puede liberar de nuestros miedos, que no son pocos. Lo que pasa es que, a veces, para escapar de ellos, desviamos nuestro camino.
Escuchando a Jesús, podemos decirle también a él lo que él dijo al Padre en la altura del Tabor: <<Señor tengo miedo, esto de seguirte no es fácil, transfigúrame, dame fuerza, valor y determinación para hacer lo que tengo que hacer. Si nada es imposible para Dios, no debería tener miedo de nada.